Eremus, capítulo 3. Destino.

Mientras corría no pensaba en otra cosa más en que se sentía vivo. Sentía que de nuevo había una razón por la que vivir, su propia supervivencia. Liberarse de aquella casa y de todos sus recuerdos, de todas sus pesadillas tuvo un efecto vigorizante en todo su ser, y enfrentarse a la muerte mientras escapaba y salir victorioso le provocaba una euforia difícilmente explicable.

Cuando había recorrido una manzana en dirección al ruido, ocurrieron dos cosas. La primera es que empezó a escuchar fuertes detonaciones, disparos sin duda, realizados presumiblemente por los ocupantes del vehículo hacia el que corría. La segunda es que vio un ciclomotor tirado en el suelo. Pensó que con aquel vehículo podría moverse mucho más rápido y que diablos, el casco ya lo llevaba.

Riendo su propia ocurrencia, puso el ciclomotor en pie. Gracias al cielo, aquella calle estaba prácticamente desierta, sólo se veían un par de muertos a lo lejos, y ni siquiera miraban en su dirección. Después de darle unas cuantas rachas, el ciclomotor se puso en marcha a duras penas, pero aguantó el ralentí sin calarse. Saltó encima y se dirigió calle arriba, hasta llegar a una avenida.

La avenida era la misma estampa de una zona de guerra. Por todas partes habían coches abandonados, otros volcados o siniestrados contra escaparates, farolas u otros vehículos. En el suelo, los cadáveres se mezclaban con manchas de aceite de los motores de los vehículos, miles de papeles y bolsas volaban de aquí a allá, y a lo lejos se podía adivinar el movimiento de varios cuerpos sin vida. Al final de la avenida, le pareció distinguir un destello que iba acompañado de un sonido de disparo. Le siguió otro. Sin lugar a dudas, había un gran vehículo (¿un autobús tal vez?) al fondo, al lado del supermercado, y alguien disparaba desde su techo. Imaginó que eran supervivientes en busca de víveres y se preguntó por qué no en vez de adentrarse en la ciudad no fueron a una gran superficie. Volvió a poner el ciclomotor en marcha y resolvió que quizás las grandes superficies ya estuviesen agotadas de suministros o infectadas de muertos.

No podía avanzar con mucha rapidez por entre aquellos vehículos, pero al menos no se veían muchos muertos por allí. Al fin, llegó a una rotonda y a partir de ahí la avenida mostraba un camino claro y despejado hasta el autobús. Aceleró mientras una sonrisa aparecía en su boca, bajo el casco. Por fin una oportunidad. Por fin una salida. Por fin una esperanza.

Su rueda delantera resbaló en un charco de grasa.

El ciclomotor cabeceó violentamente antes de que la rueda delantera quedase casi perpendicular al resto del vehículo y el saliera despedido por encima del manillar. Al caer, trató de detener el golpe instintivamente apoyando su brazo derecho, que se partió a media altura del húmero y por encima de la muñeca. Rodó por el suelo y le detuvo una chatarra de automóvil, contra la que se golpeó tan violentamente la pierna que le pareció que se la había partido. Se quedó así, tendido y aturdido en el suelo un momento, y cuando ladeó la cabeza, vió como un grupo de tres muertos que habían salido de la nada se acercaban lentamente hacia el, extendiendo alguno los brazos en su dirección. El plástico protector del casco se había partido con el golpe y algunos fragmentos se le habían clavado en la frente y la cara mientras otros le habían arañado, así que prefirió quitárselo, ya que también le impedía respirar con normalidad. Los muertos estaban cada vez más cerca.

El dolor que sintió al levantarse fue indescriptible. Pero no podía pensar en el dolor, sólo quería llegar al autobús, no faltaba mucho y aun con la pierna así pensó que podría conseguirlo. En el autobús los disparos eran cada vez más frecuentes. Cojeando y sujetándose el brazo partido avanzó como pudo en dirección al autobús, a su salvación. Caminaba aullando de dolor, que a cada paso parecía aumentar. Sentía como si la pierna y el brazo simplemente se le fuesen a desprender del cuerpo.

De repente se sintió cansado. Muy cansado. Cayó de rodillas, incapaz sus piernas de aguantar el peso de su cuerpo. Sentía como si la vida se le escapase a través del cuello, como cuando se vacía una bolsa de agua. Se llevó allí la mano sana y se la miró. Estaba totalmente cubierta de sangre, aunque la bufanda impedía que saliera a chorros. Alguien desde el autobús le había disparado y había acertado. Con cara de incredulidad miró hacia el autobús y así se quedó unos segundos. Iba a morir. Lágrimas afloraron a sus ojos, que empezaban a nublarse. Su último recuerdo fue para su hijo, para aquella tarde en la que jugaron en los columpios y se hizo una rozadura en la pierna. Su hijo lloraba, y el le consolaba y pensaba en lo maravilloso que era ser padre para poder calmar el sufrimiento de su ser más querido. Ahora su hijo estaba muerto y descuartizado por su propio padre, que iba a morir allí mismo por un error humano. No era justo. ¡NO ERA JUSTO! Sintió una desesperación cruda y vacía, y quiso gritar.

Sólo logró emitir un sordo quejido. Su alma se escapó en un estertor.

Después, murió.

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